
Estuve trabajando unos once o doce años, ya no me acuerdo, en una fábrica de productos químicos; primero de peón, y luego en otros departamentos, hasta que pasé al laboratorio de investigación.
Entonces éramos muy jóvenes y estaba casi todo por hacer. Yo vivía en Gorostiza, en una aldea de Bilbao que está cerca de las minas de carbón, y por la tarde me montaba en la bici –una de aquellas bicicletas de entonces, grandota, con un manillar inmenso- y me iba al centro del Opus Dei para recibir medios de formación… los días que llegaba, claro, porque un día se te pinchaba una rueda, y al otro, te quedabas atascado en el barro. Pero gracias a Dios, nunca me pasó nada serio. Y después de recibir un círculo, o una clase de vida cristiana, me iba a la fábrica y me pasaba la noche trabajando. Por la mañana, al terminar, iba a misa de seis y media en una iglesia que estaba cerca; luego pasaba la ría, desde Erandio a Baracaldo, me hacía otros cinco kilómetros en bici hasta Gorostiza, y… a dormir.
Iba al Club Eretza, donde muchos trabajadores y obreros como yo íbamos para formarnos cristianamente. Ya digo que entonces estaba todo por hacer. Al principio empezamos en un bar, porque no teníamos local para el Club. Pedíamos un vasito de vino y unas aceitunas, y después teníamos una charla de formación cristiana o de virtudes humanas. Allí llegamos a juntarnos hasta veinticinco personas.
Poco después, a comienzos de los sesenta, nos instalamos en un piso viejo, que tenía un alquiler muy barato. Mi madre, cuando se enteró, lo compró, para que se pudieran dar allí los medios de formación de la Obra, y entre todos lo fuimos arreglando y adecentando. Al principio no teníamos ni sillas, ni mesas, ni nada de nada: nos sentábamos en el suelo, sobre papel de periódico de la Gaceta del Norte. Lo arreglamos como pudimos. Mi madre nos regaló una mesa antigua de comedor que tenía, con todas las sillas, y así resolvimos la papeleta de los asientos. Y otras familias, como los padres de Jorge Larrazábal, nos fueron regalando muebles.
Entonces éramos muy jóvenes y estaba casi todo por hacer. Yo vivía en Gorostiza, en una aldea de Bilbao que está cerca de las minas de carbón, y por la tarde me montaba en la bici –una de aquellas bicicletas de entonces, grandota, con un manillar inmenso- y me iba al centro del Opus Dei para recibir medios de formación… los días que llegaba, claro, porque un día se te pinchaba una rueda, y al otro, te quedabas atascado en el barro. Pero gracias a Dios, nunca me pasó nada serio. Y después de recibir un círculo, o una clase de vida cristiana, me iba a la fábrica y me pasaba la noche trabajando. Por la mañana, al terminar, iba a misa de seis y media en una iglesia que estaba cerca; luego pasaba la ría, desde Erandio a Baracaldo, me hacía otros cinco kilómetros en bici hasta Gorostiza, y… a dormir.
Iba al Club Eretza, donde muchos trabajadores y obreros como yo íbamos para formarnos cristianamente. Ya digo que entonces estaba todo por hacer. Al principio empezamos en un bar, porque no teníamos local para el Club. Pedíamos un vasito de vino y unas aceitunas, y después teníamos una charla de formación cristiana o de virtudes humanas. Allí llegamos a juntarnos hasta veinticinco personas.
Poco después, a comienzos de los sesenta, nos instalamos en un piso viejo, que tenía un alquiler muy barato. Mi madre, cuando se enteró, lo compró, para que se pudieran dar allí los medios de formación de la Obra, y entre todos lo fuimos arreglando y adecentando. Al principio no teníamos ni sillas, ni mesas, ni nada de nada: nos sentábamos en el suelo, sobre papel de periódico de la Gaceta del Norte. Lo arreglamos como pudimos. Mi madre nos regaló una mesa antigua de comedor que tenía, con todas las sillas, y así resolvimos la papeleta de los asientos. Y otras familias, como los padres de Jorge Larrazábal, nos fueron regalando muebles.
No hay comentarios:
Publicar un comentario